Vaya, ya tenía un buen tiempo de no tanatonautear. Y es que la muerte se ha vuelto tan cotidiana en este pedazo de mundo que escribir sobre ella, resulta a veces un poco complicado...
Los cementerios son quizá mi lugar favorito. Me gusta el ambiente tranquilo y solitario que tienen algunos caminos del Cementerio General, me gustan sus tumbas grandiosas y sus nichos llenos de colores. Quizá el primer recuerdo que tengo de los cementerios se remonta a por allí de 1988... cuando murió una señora llamada Loti que para mi fue como mi abuela. Luego de que mi abuela murió, la Loti nos recibía luego del cole y esperábamos allí a que mi tía o mi mamá pasaran por nosotros. Eran tiempos hermosos de arroz en leche y asopado inglés. De verdad que yo podía sentir cuánto ella me quería. Pero a la Loti le dio cáncer en le hígado y pronto, demasiado pronto, se puso amarilla, las uñas se le doblaron y dejó de reconocer a la gente. Murió. Y quizá luego de la muerte de mi madre, esta ha sido la que más he sentido. De verdad que aún me duele cuando la recuerdo postrada en la cama.
El entierro de la Loti fue el primero al que asistí, de allí sólo he ido a otro, a pesar que me encantan los cementerios, los entierros no son de mi gusto. Me da por llorar, incluso cuando no conozco al muerto... cosas no cerradas me imagino. No pude asistir al entierro de mi madre...
El día que enterraron a la Loti fue horrible para mi, se había muerto esa mujer que me quería, que me amaba con toda el alma. Ella, muy a lo como agua para chocolate, no se había casado por cuidar a su mamá. Una señora sumamente cruel a la que luego le dio Alzheimer. Para ella, mi hermano y yo éramos sus nietos. Y para mí, ella era mi abuela, la que más quise.
Recuerdo tan bien cuando metieron el féretro al nicho, cuando comenzaron a poner los ladrillos. Recuerdo el sonido de los ladrillos y de la mezcla que los unía. Recuerdo que mi mamá no decía nada, sólo me apretaba el hombro y yo lloraba, lloraba como loca, como sólo he llorado por mi madre. La gente me miraba, como se mira a una persona a punto de enloquecer y de verdad que recuerdo que no quería que la enterraran, no quería dejar de verla. Cuando terminaron de cerrar el nicho, mi mamá me tomó de la mano y salimos caminando por la calle principal del cementerio... ahí me dijo que a la Loti ya no le dolía nada, que estaba mejor, que el dolor se había acabado. Entonces recuerdo que me quedé en silencio, pensando en ella, en que no me gustaba verla tendida en la cama, amarilla y sin sus hermosas uñas rojas largas. Caminamos en silencio y recuerdo el crujir de las hojas secas bajo nuestros pasos, el olor a flores húmedas -lloviznaba- y un sabor como a albahaca que se me pegó en el cielo de la boca.
Creo que entendí que la muerte era la parte de la vida en la que se acababa el dolor. Creo que desde allí me comenzaron a gustar los cementerios. Los ví hermosos y tranquilos. Llenos de recuerdos y de cariños.
Los cementerios son quizá mi lugar favorito. Me gusta el ambiente tranquilo y solitario que tienen algunos caminos del Cementerio General, me gustan sus tumbas grandiosas y sus nichos llenos de colores. Quizá el primer recuerdo que tengo de los cementerios se remonta a por allí de 1988... cuando murió una señora llamada Loti que para mi fue como mi abuela. Luego de que mi abuela murió, la Loti nos recibía luego del cole y esperábamos allí a que mi tía o mi mamá pasaran por nosotros. Eran tiempos hermosos de arroz en leche y asopado inglés. De verdad que yo podía sentir cuánto ella me quería. Pero a la Loti le dio cáncer en le hígado y pronto, demasiado pronto, se puso amarilla, las uñas se le doblaron y dejó de reconocer a la gente. Murió. Y quizá luego de la muerte de mi madre, esta ha sido la que más he sentido. De verdad que aún me duele cuando la recuerdo postrada en la cama.
El entierro de la Loti fue el primero al que asistí, de allí sólo he ido a otro, a pesar que me encantan los cementerios, los entierros no son de mi gusto. Me da por llorar, incluso cuando no conozco al muerto... cosas no cerradas me imagino. No pude asistir al entierro de mi madre...
El día que enterraron a la Loti fue horrible para mi, se había muerto esa mujer que me quería, que me amaba con toda el alma. Ella, muy a lo como agua para chocolate, no se había casado por cuidar a su mamá. Una señora sumamente cruel a la que luego le dio Alzheimer. Para ella, mi hermano y yo éramos sus nietos. Y para mí, ella era mi abuela, la que más quise.
Recuerdo tan bien cuando metieron el féretro al nicho, cuando comenzaron a poner los ladrillos. Recuerdo el sonido de los ladrillos y de la mezcla que los unía. Recuerdo que mi mamá no decía nada, sólo me apretaba el hombro y yo lloraba, lloraba como loca, como sólo he llorado por mi madre. La gente me miraba, como se mira a una persona a punto de enloquecer y de verdad que recuerdo que no quería que la enterraran, no quería dejar de verla. Cuando terminaron de cerrar el nicho, mi mamá me tomó de la mano y salimos caminando por la calle principal del cementerio... ahí me dijo que a la Loti ya no le dolía nada, que estaba mejor, que el dolor se había acabado. Entonces recuerdo que me quedé en silencio, pensando en ella, en que no me gustaba verla tendida en la cama, amarilla y sin sus hermosas uñas rojas largas. Caminamos en silencio y recuerdo el crujir de las hojas secas bajo nuestros pasos, el olor a flores húmedas -lloviznaba- y un sabor como a albahaca que se me pegó en el cielo de la boca.
Creo que entendí que la muerte era la parte de la vida en la que se acababa el dolor. Creo que desde allí me comenzaron a gustar los cementerios. Los ví hermosos y tranquilos. Llenos de recuerdos y de cariños.